Una nana para Gaza

Llantos ahogados se entremezclan con el rugido de los misiles. El cielo, blanquecino, semejando una sábana tendida sobre la tierra, anuncia un nuevo día en Nuseirat, aunque aquí el amanecer no trae alivio, sino el mismo vértigo de siempre.

El agua vuelve a faltar, y los últimos granos de cereal se extinguieron hace jornadas. En la frontera, la ayuda humanitaria sigue bloqueada, como si la compasión también exigiera un permiso para pasar.

Un olor acre, casi insoportable, lo envuelve todo. Los harapos que cubren el cuerpo de Abdul dejan entrever la piel reseca, tan fina que a duras penas oculta el armazón de su esqueleto.

En su mente sobreviven apenas unos trazos de la infancia: un tiempo al otro lado de unas vallas, cuando su abuela lo acunaba bajo la luna y, con voz lenta y melodiosa, entonaba una canción que parecía suavizar el aire. 

La esperanza flotaba en una tregua tan breve como un suspiro. Hasta que el caos volvió a estallar. 

De sus padres solo sabe lo que le han contado: murieron en un ataque cuando él apenas había abierto los ojos al mundo. No recuerda cuándo fue la última vez que miró las estrellas; tal vez el cielo lo negó, dejándolo en soledad con su desgracia.

Su única posesión es el instinto de supervivencia. Los últimos meses han convertido todo en un cementerio sin lápidas, donde yacen amigos, vecinos y voces que ya no responden.

Nunca tuvo ocasión de aprender a leer ni a escribir; sabe qué significa «ahora», pero desconoce el sentido de la palabra «mañana». 

Y cuando la noche se cierne de nuevo, Abdul tararea sin saberlo la cadencia de aquella antigua nana; y a lo lejos, las bombas responden con su propio estribillo.

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