La libertad carece de género.

La brisa del atardecer roza las espigas de trigo como una caricia antigua. El cielo se tiñe de un rosado suave, como si la tierra quisiera consolarse a sí misma después de tanto dolor. 

Un aroma a flores frescas, silvestres, se cuela entre los rincones de la llanura, trayendo consigo una promesa tenue de esperanza.

Guadalupe está sentada en un banco de madera desgastado por los años y los soles, con la pequeña Alma dormida en sus brazos. Tararea una canción que su madre solía murmurar, una melodía que guarda secretos y penas, una canción que no necesita palabras porque nace directamente del alma.

Mientras acaricia el cabello fino de su hija, los recuerdos regresan como ráfagas de viento helado. El pasado aún le duele en el cuerpo, pero sobre todo en la memoria. Recuerda los días interminables de huida, cruzando caminos polvorientos y montes oscuros, con el corazón palpitando al ritmo del miedo. Huyó de una familia que no la consideraba persona, solo propiedad. Huyó de un lugar donde la libertad era un delito y el silencio, una condena.

Ahora respira hondo y, por primera vez en mucho tiempo, no siente miedo. En esta tierra de mujeres —refugio secreto de exiliadas del patriarcado— ha encontrado un espacio donde no necesita pedir permiso para existir. Aquí puede ser ella. Aquí, su hija crecerá sabiendo que su voz tiene valor.

Desde su nacimiento, Guadalupe fue tratada como un ser de segunda. Mientras sus dos hermanos varones eran mimados y enviados a la escuela, ella vestía túnicas oscuras que ocultaban hasta su sombra y comía en el suelo, junto a su madre, los restos que quedaban después de los hombres. Desde el alba hasta la noche acarreaban agua, sembraban los campos y confeccionaban ropa con telas que, pese a su miseria, brillaban con colores vivos.

Nunca aprendió a escribir su nombre. Su padre no lo creyó necesario. A los catorce años, la vendió como quien entrega un animal de carga. No hubo una lágrima, ni una despedida. El hombre que la compró tenía más del doble de su edad y menos humanidad que una piedra. Con él no se le permitía ni hablar: solo debía servirle la comida, limpiar la casa y satisfacer su cuerpo sin derecho a negarse.

El nacimiento de Alma, lejos de traer alegría, fue motivo de desprecio. Al ser niña, decían, no serviría para arar los campos ni cargar sacos. Fue entonces cuando Guadalupe lo comprendió con una claridad dolorosa: su hija estaba condenada al mismo destino si no huían de allí. Y decidió romper la cadena.

El viaje fue largo, pero no está sola. Otras mujeres la rodean ahora: madres, hijas, hermanas, abuelas. Todas han huido, todas han resistido. Se abrazan en silencio, se curan las heridas mutuamente, comparten semillas y palabras. 

En esta tierra de mujeres, la libertad florece como las flores silvestres: sin permiso, sin orden, sin miedo.

Guadalupe acaricia a Alma y sonríe. Aún queda mucho por hacer, pero han comenzado a caminar. Sabe, en lo más profundo de su ser, que su hija crecerá diferente. Libre.

Porque la libertad no es un privilegio que se concede.
La libertad pertenece a las mujeres.

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