Ayala acudió desde Navia, como cada crepúsculo, para ver el cielo estrellado en el punto asturiano más al norte, como si de ese modo pudiese colocarse en el lugar en que la rosa de los vientos le indicase para tomar las decisiones correctas de su vida.
La noche transcurría serena cuando un nubarrón eclipsó a la luna. En aquel momento de oscuridad, el mar se convirtió en un murmullo.
Siempre había creído que el Cantábrico purifica los espíritus. El ir y venir incesante, que nunca reposa, pero que semeja a un centinela que estuviese siempre de guardia.
Aspirando la brisa nocturna se quedó profundamente dormida. En sus sueños correteaba con su abuelo por la orilla de la playa recogiendo caracolas y guijarros, mientras su abuela les esperaba en el faro observando la sucesión de acantilados y con una suave sonrisa en los labios.
En otra esfera estaba su padre llegando al puerto con el pequeño barquito de pesca y saludando efusivamente con la mano.
El destello que iluminaba el litoral la despertó de repente; en un par de horas, comenzaría a amanecer y llegarían los grupos de turistas con sus cámaras de fotos para inmortalizar los acantilados de cuarcita abiertos al romper de las olas.
Toda su historia pasada, presente y futura circulaba en torno al sabor salado.